Emplazado en medio de una cimbreante campiña del sureste de Quebec se encuentra un lugar que ha sido descrito como la ciudad canadiense más peligrosa. Y es que, en este sereno y apacible asentamiento un valioso mineral -que se escondía entre sus rocas- se convirtió en un asesino invisible durante más de una centuria.
La ciudad se llama Asbestos, lo cual ya permite adivinar su tesoro mineralógico, y hace apenas unas semanas ha decidido cambiar su nombre para esconder su lóbrego legado geológico.
Hasta el 2012 esta ciudad albergaba el yacimiento de asbesto más grande del mundo: la mina Jeffrey.
Su amianto o asbesto se ha empleado durante décadas en diferentes lugares del mundo para las más diversas aplicaciones, desde la elaboración de polvos de talco hasta la fabricación de tuberías, pasando por el aislamiento de techumbres.
El asbesto es el nombre genérico de un grupo de seis minerales metamórficos compuestos por silicatos de cadena doble y de fibras largas, flexibles y resistentes, que les permiten separarse y entrelazarse.
Si echamos la vista atrás, el empleo del asbesto en actividades económicas o humanas tiene más de cuatro mil años de historia. Se usaba en torno al 2.500 a. de Cristo en los países escandinavos para fortalecer sus macetas de cerámica.
Se piensa que, además, los fallecidos de las familias reales eran recubiertos con mortajas fabricadas con amianto y quemados en piras funerarias. De esta suerte, la ropa permanecía intacta y era posible recoger las cenizas del finado.
También disponemos de evidencias arqueológicas del empleo de asbesto en manufacturas cerámicas en la isla de Chipre, hace más de cinco mil años.
Muchos siglos después Marco Polo dejó constancia de sus virtudes durante su viaje a China al observar con sus propios ojos como unos paños salían indemnes de la combustión tras ser lanzados al fuego: «los arrojan y los dejan durante una hora en la llama, entonces se tornan blancos como la nieve y no se chamuscan…».
La Primera Revolución Industrial, iniciada a mediados del siglo dieciocho, trajo consigo la generalización de la máquina de vapor y el empleo extensivo del fuego. El espectacular crecimiento de las deflagraciones en millares de fogones generó incendios masivos e incontrolados, que hicieron necesarios el uso de un material ignífugo que disminuyera los riesgos laborales.
De esta forma, el asbesto se transmutó -de la noche en la mañana- de una curiosidad geológica en una materia prima esencial.
Durante los siglos siguientes su consumo aumentó, se extendió a la industria automotriz, textil, de fricción (embrague de automóviles, frenos) y cementera, así como a la construcción y edificación de viviendas.
Desgraciadamente en la senda del progreso no todo fueron bondades. El primero en advertir los efectos nocivos del asbesto para la salud fue Plinio el Viejo, allá por el siglo I. Este romano observó que los esclavos expuestos a elevadas concentraciones de polvo de amianto –en especial aquellos que trabajaban en las minas- eran más propensos que el resto a sufrir enfermedades pulmonares y, además, fallecían prematuramente.
Durante siglos las sospechas clínicas no hicieron más que aumentar hasta que en el siglo veinte las autopsias confirmaron lo que ya se entreveía, el amianto se escondía detrás de la fibrosis pulmonar y el cáncer de pulmón de muchos mineros y profesionales expuestos a una manipulación continuada.
Estos efectos perniciosos se deben a que cuando el asbesto se rompe se descompone en un sinfín de fibras microscópicas que, si son inhaladas, pueden hospedarse de forma indefinida en el aparato respiratorio y provocar una dolencia crónica conocida como asbestosis.
Fuente: www.abc.es
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