Santos González vive –o, mejor dicho, sobrevive– con el miedo metido en el cuerpo. Desde hace siete años lo acompaña allá donde va, sin separarse, como una sombra que cada día se va metiendo más en su cabeza y que solo le permite avanzar para mantener unida a su familia. Cada mañana, la fatiga y el dolor se dan cita en su pecho. Se le revuelve el estómago y se le acumulan las flemas. Son los síntomas provocados por el amianto que ha inhalado desde hace 44 años, cuando entró a trabajar a Metro en el departamento de mantenimiento. «Desde hace un año estoy en tratamiento psiquiátrico. Tengo miedo a poder morir cualquier día», cuenta el trabajador, de 60 años. Él, al igual que otros tantos, nunca pensó que su empleo iba a ser su condena de muerte. Y menos al tratarse de una empresa pública. Había escuchado la palabra amianto –«Estaba en las tuberías y en otros elementos de construcción», dice–, pero no sabía las consecuencias que podía tener manipularlo.
En febrero, coincidiendo con el inicio del juicio contra siete responsables del área de Salud y Prevención de Riesgos Laborales de Metro, tendrá que pasar su enésimo reconocimiento médico, desde que en 2013 le hicieron una placa en el pulmón en la que descubrieron una mancha. «Puede que me digan que el año que viene estaré en el corredor de la muerte o que me queda un año más de vida», asevera con toda la dureza que su testimonio puede tener. Sus palabras dicen una cosa; su cabeza piensa otra. Mantiene la esperanza, es lo único que no se puede permitir perder, pero no está preparado para que la parca venga a visitarlo: «Tengo pánico a que me digan que he empeorado». Sabe, siguiendo su cronología médica, que, desgraciadamente, el futuro no es halagüeño. En 2013 le hacen la placa del pulmón; un año después descubren que tiene posible asbestosis, lo que se confirma en 2016.
En 2018, la empresa le reconoce la enfermedad laboral y, tan solo un año después, en dos reconocimientos, el médico le dice que la enfermedad ha evolucionado y que ya tiene repercusión física. Metro le dijo entonces que fuese a un especialista, un psiquiatra que, según su testimonio, solo lo trata con pastillas. «Si ve que empeoro, me dará más o me cambiará el tratamiento. Y eso lo único que consigue es que tenga más molestias físicas», explica el afectado: «Sé que si sigo así terminaré en una silla de ruedas, completamente dependiente, pero a mí me gustaría morirme en mi casa, con mis amigos. No en mi puesto de trabajo».
Eso fue lo que le sucedió en 2018 a Julián Martín, el primer trabajador al que Metro reconoció la enfermedad laboral. Luego falleció Antón Morán. A otros dos empleados se les ha reconocido, pero se cree que puede haber muchas más víctimas. La viuda de Julián, Eugenia, sigue su lucha desde que no está. Se ha aprendido, porque no le ha quedado más remedio, las leyes contra este material cancerígeno. «Nunca nadie les dijo que no lo tocasen.No les dieron información ni formación y, como no sabían lo que era, lo llevaba hasta colgado de los bolsillos, aunque según la normativa el traje con el que tienen que trabajar no puede tener ningún compartimento, y lo mezclaban con la ropa de calle», explica la viuda. Metro indemnizó a ella y a su familia con 370.000 euros tras la muerte de Julián.
El hombre (40 años trabajando para Metro) superó un cáncer de laringe en 2010, cambió su alimentación y su forma de vida. «Yo me metía todos los días con él. Le decía en broma: “Te vas a morir sanísimo”. Qué equivocada estaba», se lamenta Eugenia. Siete años después le sobrevino una tos continua que derivó en dolor de espalda. Al principio, le dieron tratamiento para sanar una contractura muscular hasta que le hicieron una radiografía de tórax. Los resultados arrojaron el peor desenlace posible: un tumor en el pulmón.
La Comunidad de Madrid le reconoció la enfermedad laboral y le concedió la incapacidad absoluta. «Le dieron quimio y radioterapia, pero por mucho que quisieran frenar el crecimiento y los dolores, no tenía cura», cuenta ella, que se ha convertido también en una víctima a la que le resulta imposible hablar sin que se le quiebre la voz. En 2018 ya tenía metástasis y vivía enganchado a la morfina. «Cada día empeoraba, pero no nos decía nada para que nuestra hija y yo no nos preocupásemos. Él sabía que era cuestión de tiempo», continúa la mujer, ahora personada, al igual que Santos, como acusación particular contra los siete imputados. «Mi hija ha estado expuesta desde que nació. Tenemos que ir al neumólogo todos los años», asegura. Todavía no ha superado la muerte de su marido y eso se lo recordará de por vida.
Julián pasó diez días ingresado en el hospital, hasta que su cuerpo no pudo soportarlo. «Cuando se le descubrió la enfermedad, mi marido pesaba 80 kilos; murió pesando menos de 40», indica Eugenia. La vida se le fue antes de cumplir los 61 años.
Santos y Eugenia, a pesar de ser dos casos distintos, coinciden en su relato. Aseguran que Metro nunca pasó reconocimientos específicos a los trabajadores –«Los generales son una chapuza», apunta Santos– y que, después de reconocerles la enfermedad, nadie de la empresa se ha puesto en contacto con ellos. A Julián solo le pagaban los tratamientos, al tratarse de una empresa autoaseguradora, y los taxis de desplazamiento al hospital. «Nos sentimos denigrados. Nunca cumplieron la normativa ni siquiera reconocían que había amianto. Han actuado con total desprecio a la vida», inciden los dos. La Fiscalía, en su escrito de acusación, les da la razón.
Ambos esperan que se haga justicia. «Que todos los implicados paguen y se les condene. Cuando tienes un cargo con responsabilidad, debes conocerlo todo acerca de tu trabajo. Ellos eran unos incompetentes o no sabían nada», dice Eugenia. Santos es más duro: «Si van a la cárcel, allí pueden estar bien, pero de la tumba nunca saldremos». Su lucha se mantendrá, al menos, hasta marzo, cuando se prevé que declaren los responsables de Metro, pero su vida siempre estará marcada.
Fuente: www.abc.es
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