Resultaba escandaloso que un asunto tan grave, tan criminal, que afectaba tanto y tan intensamente a la salud pública (no solo en lo laboral, aunque principalmente) pudiese pasar sin pena ni gloria, como estaba ocurriendo.
Pero, obviamente, los daños inconmensurables, la organización de los afectados y las respuestas de juzgados, sindicatos, profesionales, ecologistas y estudiosos, no lo podían hacer pasar desapercibido como lo estaba hasta hace muy poco tiempo.
Las cifras de muertes, sufrimientos y días de vida perdidos (Dalys por sus siglas en inglés), que unos y otras, íbamos desvelando, era tremenda. Eran más que accidentes de trabajo anuales y accidentes de tráfico, y más que muchas, casi todas las epidemias conocidas por la humanidad. Más víctimas que en la primera guerra mundial y tantas como en el holocausto. Sin contar con los millones de toneladas instaladas que, como una telaraña global y, digan lo que digan las autoridades, las empresas responsables y los encubridores de los principales criminales (muy pocos, se pueden contar con los dedos de las manos), son una fuente permanente de emisión de fibras microscópicas, cancerígenas del Grupo 1, el más nocivo, y las que producen más cánceres laborales que ninguna otra sustancia con la que se pueda trabajar. Afirmando la OMS y el INSHT que “no se conoce dosis mínima segura”. Son, además, eternas y si las seguimos dejando irán lanzando fibras indestructibles a su medio, y solo un proceso de, primero, retirada segura y urgente y, después, de otro de inertización, podremos librarnos de este material. Hablo del amianto. Es eterno e invisible.
Se calcula en 10 millones las muertes, sin contar enfermedades, Dalys, ni contando lo que está provocando el amianto ya instalado, y para los efectos del consumo de solo el siglo XX.
Los últimos trabajos serios de Furuya y otros, establecen una correlación de 20 toneladas de consumo de amianto en cualquier país y un caso de muerte. Para el mundo y el siglo XX, esto serían los 200 millones de toneladas divididas por 20, es decir los 10 millones de muertes anunciadas. En España, con iguales presupuestos, sería de 2.6 millones de tm entre 20, es decir 130.000 personas, ya fallecidas o por morir.
Pero estos minerales que se encuentran en algunos de nuestros montes en estado natural, no son los responsables de la masacre. De ella lo son los industriales que lo han acaparado durante 100 años, en un régimen de oligopolio y cartelización, que ha llevado a sus pocos magnates a “disfrutar” de fortunas inmensas. Los dos suizos Schmidheiny pertenecen a los mayores ricos del mundo; los March españoles son la 7ª fortuna de este país, ellos y unas cuantas familias belgas, francesas, austríacas, británicas y de EEUU (amén de los explotadores de la minería de Canadá, antigua URRS, Brasil etc. que andaban coaligados con los industriales) han dominado un negocio casi todo el siglo XX, cuya letalidad estuvieron ocultando más de 50 años, con una formidable conspiración de silencio y una compra suculenta de colaboradores: profesionales, beneficiados, curas, ONGs, científicos, agencias etc.
Según Diamond, «(…) Cuando la élite puede aislarse de las consecuencias de sus actos, es más probable que haga cosas que beneficien a sus miembros con independencia de si esos actos perjudican a los demás». Ha sido el caso. Ha sido la impunidad. Pero, a veces, hay justicia como cree la gente, como necesita la gente.
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Fuente: http://www.rebelion.org
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