Pocas historias marcan un auge y caída en desgracia como la del amianto. Considerado en algún momento de origen divino, mágico y milagroso, hoy es uno de los grandes asesinos cuyo costo en vidas y dinero arrastra la sociedad. Su auge se debió a ser un material resistente al fuego. Fue esencial para mitigar los incendios urbanos en el pasado. Ahora es conocido como carcinógeno y se gastan miles de millones de dólares cada año para eliminarlo.
El amianto es un material natural formado por fibras minerales que poseen asombrosas propiedades ignífugas. Es una familia de seis silicatos naturales. Similares a la arena o al vidrio, están organizados en hebras fibrosas. Son tan resistentes a la tracción como el acero. Las fibras se producen de manera natural a través de un proceso geológico conocido como síntesis hidrotermal. En el que los minerales precipitan en agua caliente dentro de las rocas. Un proceso que también se utiliza para cultivar cristales artificiales en laboratorios.
Existen distintos tipos de amianto repartidos por todo el planeta. El crisotilo, o amianto blanco, es la forma dominante en el comercio. Mientras que los otros cinco son anfíboles, incluyendo la crocidolita, o amianto azul. Se encuentra naturalmente en rocas de bajo contenido de sílice en todo el mundo y se ha extraído en todos los continentes habitados.
Figuras históricas como Carlomagno y el emperador Ashoka de la India valoraban el amianto por su resistencia al fuego. Se creía que provenía de varias fuentes. Desde las plumas del fénix hasta las salamandras míticas y las ratas de fuego que vivían en los volcanes. Fue el científico griego Teofrasto quien identificó correctamente su naturaleza mineral hace más de 2.000 años. Pero no se le encontró aplicación útil hasta finales del siglo XIX.
En esa época, las ciudades en rápido crecimiento eran altamente inflamables. Con edificios densamente agrupados llenos de madera, telas y llamas abiertas. Los “grandes incendios” eran comunes. En particular los teatros eran una fuente frecuente de incendios. Para proteger al público, los propietarios intentaron separar el escenario y el público con pesadas cortinas de chapa, llamadas “cortinas de hierro”. Pero a menudo resultaban ineficaces.
Finalmente, los ingenieros y reguladores optaron por el amianto para las cortinas de seguridad. Después del incendio del Teatro Iroquois de Chicago en 1903, que reveló que su supuesto telón de amianto era de fibra vegetal, Chicago ordenó el cierre inmediato de todos sus teatros. En Nueva York, los inspectores comenzaron a prender fuego a los telones de los teatros para detectar falsificaciones de amianto.
En las primeras décadas del siglo XX, las crecientes urbes y la industrialización aumentaron considerablemente los riesgos de incendio. Materiales como la madera y los textiles eran abundantes en viviendas, fábricas y medios de transporte. Lo que permitía un rápido avance de las llamas. Fue entonces cuando se descubrieron las notables propiedades ignífugas del amianto, capaz de resistir temperaturas extremas durante horas sin ser consumido. Sus fibras minerales no propagaban el fuego y ofrecían una efectiva barrera contra las llamas.
El amianto se introdujo gradualmente en todos estos lugares. En los puertos, en particular, la seguridad contra incendios era una preocupación importante debido al riesgo de que un incendio se propagara rápidamente entre los barcos, como ocurrió en el famoso incendio de los muelles de Hoboken en 1900. Por lo que fue adoptado rápidamente por las armadas y las marinas mercantes. Cuando Norddeutscher Lloyd reconstruyó su muelle, el fieltro de amianto fue uno de los materiales utilizados.
Debido a estas cualidades tan necesarias en la época, su uso comenzó a expandirse para cortinas contra incendios, equipos de protección de los bomberos, materiales de construcción, techos, aislamiento eléctrico y térmico. Quedó demostrada su fiabilidad en sistemas cruciales como las pastillas de freno de automóviles (en las cuales se sigue usando). La producción de amianto se mantuvo constante. Gracias al descubrimiento de depósitos comercialmente viables en Canadá y a la mejora de los métodos de refinado y transporte, los precios cayeron de 128 a 30 dólares por tonelada en Estados Unidos entre 1890 y 1904.
Durante la Segunda Guerra Mundial, el amianto cobró más importancia que nunca. Fue clasificado como material crítico por la Junta de Producción de Guerra de Estados Unidos. Su uso se amplió más allá de sus funciones tradicionales antiincendios, reducción de la fricción y aislamiento. Se convirtió en el material preferido para hangares de aviones y almacenes de artillería, prefabricados militares, conductos e incluso canales y bajantes comunes.
La Marina lideró su uso. Los incendios a bordo afectaban los buques que contaban con medios limitados de extinción. Los buques más nuevos, como el Essex, incorporaban cortinas y puertas cortafuegos de amianto. Después de 1942 no se incendió ningún buque. En años posteriores, hasta un tercio de todos los casos de cáncer relacionados con el amianto en Estados Unidos se relacionarían con buques o astilleros de la Marina estadounidense.
Tras la Segunda Guerra Mundial, la reconstrucción a gran escala hizo que el barato amianto se empleara masivamente en construcción civil e industrial, para hangares, naves, conductos y prefabricados. Sus prestaciones lo convertían en material ideal en momentos donde minimizar riesgos de fuego era prioritario. Estados Unidos producía e importaba amianto a un ritmo impresionante. El consumo de amianto se triplicó entre 1940 y 1950. En un momento dado, hasta 4.000 productos contenían amianto, incluida la pasta de dientes.
La popularidad creciente, unida a la desconocida toxicidad de sus fibras, derivó lamentablemente en un grave problema de salud pública. En 1898 se produjeron los primeros informes que alertaban de problemas respiratorios entre obreros expuestos crónicamente al polvo de amianto. Un inspector lo calificó como “polvo maligno”. Pero sería en 1918 cuando estadísticas laborales estadounidenses evidenciaran su gravedad, debido a que las aseguradoras comenzaron a rechazar a esos trabajadores.
El primer caso identificado fue el de Nellie Kershaw en 1924. La joven hilandera británica falleció tras una lenta y dolorosa asfixia provocada por la cicatrización profunda del tejido pulmonar causada por las fibras microscópicas de amianto. Su trágica muerte permitió nombrar la enfermedad como «asbestosis». Un estudio gubernamental británico de 1930 señaló que una cuarta parte de empleados en la industria del amianto ya lo presentaba. El alarmante dato llevó a la primera, aunque insuficiente, regulación ese mismo año.
Durante décadas se continuó ignorando su latente peligrosidad. Pero 1964 marcó un punto de inflexión. Luego de entrevistar a cientos de afectados y publicar sus reveladores resultados, el neumólogo Irving Selikoff, demostró que el amianto era potencialmente carcinógeno.
Dinamarca fue el primer país que prohibió su uso para aislamiento e impermeabilización en 1972. Extendiéndolo a prohibición total en 1980. Otros países occidentales le siguieron poco a poco al restringir parcial o completamente el amianto. Décadas después de sus primeras víctimas, por fin se emprendía la lenta pero necesaria labor de erradicarlo.
El amianto está prohibido en más de 66 países debido a sus devastadores efectos en la salud. A pesar de haber sido muy usado para frenar incendios, los graves problemas respiratorios y cancerígenos en trabajadores expuestos desataron una cruzada global por su eliminación. Los 27 miembros de la UE, Reino Unido, Japón, Australia y Sudáfrica vetaron completamente su empleo. Estados Unidos, aunque no decretó la prohibición total, aplicó desde 1973 restricciones que redujeron su popularidad drásticamente. Sus importaciones anuales, que llegaron a 590.000 toneladas en 1970, cayeron estrepitosamente a apenas 15.000 toneladas en el 2000.
Se encontraron sustitutos no tóxicos para la mayoría de los usos. Aunque replicarlo en industrias como la cloro-alkalina sigue siendo complejo. Su toxicidad relegó también el material a pesar de alegatos económicos. Solo en Estados Unidos, los litigios por daños a la salud superan los 70.000 millones de dólares, forzando el cierre de minas. La última y principal cantera mundial, en Quebec (Canadá), cesó operaciones en 2011.
En Estados Unidos, se estima que más de 700.000 edificios públicos y comerciales, así como el 45% de las 100.000 escuelas del país, contienen amianto. La obligación de eliminarlo de los edificios ha dado lugar a una industria de reducción. Con ingresos anuales que superan los tres mil millones de dólares. Sin embargo, el costo a nivel nacional podría ascender a cientos de miles de millones de dólares, con beneficios inciertos.
El amianto ha sido vinculado a enfermedades como la asbestosis y el mesotelioma. Pero únicamente es peligroso cuando se inhala. Solo se puede inhalar en forma de fibras suspendidas en el aire que se liberan cuando se perturba. Por lo tanto, su eliminación, que implica arrancar o rasparlo de los lugares en los que se encuentra, puede generar nubes de fibras donde no las había.
Las consecuencias para la salud de la retirada del amianto aún se desconocen. El riesgo para los ocupantes de edificios que lo contienen es bajo. Son los trabajadores que están en contacto directo con altas concentraciones del mineral -como los trabajadores de astilleros y del sector textil- quienes corren un mayor riesgo.
Es difícil determinar cuántas vidas salvó. También lo es contar los fallecimientos que causó. Lo que sabemos es que, solo en Estados Unidos a lo largo del siglo XX, las muertes por incendios se redujeron en más de un 90%. Y el amianto estaba presente en miles de aplicaciones como retardante del fuego en esa época. Pero,a pesar de su utilidad en el pasado, nada pudo evitar que cayera en desgracia.
Aunque fue fundamental para controlar los incendios urbanos, los costos de salud asociados con su uso han llevado a esfuerzos masivos para eliminarlo. Comúnmente encontrado en la industria de la construcción, es objeto de regulaciones variadas. Desde vetos absolutos hasta leyes más laxas que obligan solo a retirarlo en remodelaciones, aunque persista en emblemáticas estructuras. Nueva York, por ejemplo, la Ley Local 76/85 exige su eliminación durante las demoliciones y renovaciones. Pero no su erradicación proactiva. Curiosamente, muchos teatros emblemáticos de la ciudad aún conservan cortinas de amianto.
Pese al prolongado abandono en los países desarrollados, Rusia y Kazajistán expanden su producción. Representan más del 83% de todas las exportaciones de amianto. El mercado de importación está dominado por Asia, con más del 65% de todas las importaciones. Pero el comercio mundial de amianto cayó de más de 500 millones de dólares a menos de 300 millones entre 2012 y 2018. Incluso India, que es el máximo importador, las ha reducido en más de 100 millones de dólares. En el país más poblado del mundo hay movimientos para abandonar el amianto, con estados como Maharashtra y Kerala implementando prohibiciones y regulaciones.
El amianto alguna vez fue visto como un material milagroso, mítico, casi mágico. Pudo resistir las llamas y salvar miles de vida. Pero como material terrenal sus fibras, esas mismas que resisten al fuego, lesionan mortalmente a quien las respira. Eso marcó su historia como héroe asesino y caído en desgracia. Aunque fuera resistente al fuego su buena fama se quemó.
Fuente: www.cambio16.com
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